Estas palabras, lejos de ser simplemente una advertencia, son un llamado a la acción. Nos instan a contemplar la inmediatez de la tarea que se nos ha encomendado. En un mundo en constante cambio, donde la vida avanza a un ritmo acelerado, estas palabras resuenan con la verdad inquebrantable de que no tenemos tiempo que perder.
La realidad es que cada día, cada hora, nos enfrentamos a la posibilidad de perder a aquellos que nos rodean. El tiempo de gracia se agota, y es nuestra responsabilidad actuar. La cita nos desafía a examinar nuestras propias acciones y nos hace preguntarnos: ¿Dónde están las voces de amonestación y súplica? ¿Dónde están las manos extendidas para sacar a los pecadores de la muerte?
Este llamado nos exige ser agentes de cambio, portadores de luz en medio de la oscuridad. Debemos ser las voces que advierten, las manos que se extienden, y los corazones que ruegan con humildad y perseverante fe. La misión es clara: no tenemos tiempo que perder. Cada día cuenta, y cada alma perdida es una llamada a la acción que no podemos ignorar.
En este tiempo crítico, es fundamental recordar que somos instrumentos de la misericordia divina. La responsabilidad y la urgencia de nuestra misión no deben pasarnos desapercibidas. Que estas palabras nos inspiren a actuar con compasión, diligencia y amor, para que podamos ser, en verdad, mensajeros de esperanza en un mundo que anhela desesperadamente la redención.
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